Un columpio para dos.
A diez kilómetros de aquí hay un hombre que busca en internet historias de horror, gore, vampiros, lo que sea. Ya es tarde, tiene que dormir, pero no puede irse a la cama sin antes recolectar miedo. Han pasado tres semanas y no todas las noches ha logrado tener pesadillas. Cada vez le provocan menos miedo las historias que lee, los videos que encuentra. Tiene que regresar.
Esta noche intenta un ritual que encontró por ahí en una página web. Se encierra en el baño del departamento, tapa la ventana con una toalla gruesa para oscurecer aún más la habitación, apaga la luz y se para frente al espejo. Coloca sus brazos como si cargara un bebé. “Baby blue, baby blue”, repite trece veces. Cree que no ha funcionado, pero de pronto siente el peso, leve al principio, de un bulto que ha aparecido en sus brazos. A los pocos segundos, escucha el llanto, luego siente los arañazos en el brazo. Es suficiente, no lo piensa ni un segundo más, tira el peso al inodoro y jala la cadena. Sale corriendo del baño, cierra la puerta y se mete en la cama con el sudor frío pegado en todo el cuerpo y el corazón acelerado. Se tapa, cierra los ojos y espera a caer en el sueño. Éste llega unos 10 minutos después. Lo ha logrado.
En su pesadilla, siempre tiene que recorrer algunas calles solas y oscuras llenas del canto de los grillos. La pesadilla no comienza siempre frente a la mansión, a veces tiene que recorrer varias calles y asomarse por alguna esquina para orientarse. Esta vez no le cuesta mucho dar con la casa. La mansión está destrozada. Un incendio dañó la mitad de ésta, la otra mitad luce abandonada, oscura.
Como siempre, camina con cautela a la entrada principal. Si nada ha cambiado, el picaporte de la puerta estará aún caliente, como si el incendio hubiese ocurrido no hace mucho. La puerta se abre, no hay rechinido, no hay un muerto detrás como en otras noches. Por precaución la cierra detrás de él. El pasillo está lleno de pinturas, de bustos y dos estatuas, pero la oscuridad sólo deja adivinar su silueta. No hay ni siquiera una tormenta que con sus rayos ilumine intermitentemente el interior. A lo lejos, los grillos siguen con su escándalo.
Llega a la escalera, ésta es amplia, enorme. Sube uno a uno los escalones. Nunca son los mismos los que rechinan al sostener su peso. Se concentra en no caer, ya le ha pasado. Escucha un par de ligeros pies correr en un pasillo arriba, debe ser el niño de vestido de azul celeste. Se escuchan claramente el frufrú de sus pantalones. Siempre corre directo al cuarto del fondo, sin detenerse, hasta que cae por la ventana y su cuerpo de diez años queda tendido en un charco de propia sangre que escurre hasta las gardenias del jardín. Ya lo ha visto tres veces, pero ya no pierde el tiempo tratando de salvarlo.
Tampoco pierde el tiempo entrando en la habitación del llanto, ya no trata de consolar a la viejita sentada en la orilla de la cama, con su camisón blanco de seda sucia. Ha aprendido la lección, cuando más tranquila parece, ella lo ataca con las tijeras que aparecen mágicamente en su mano artrítica. No, ya no se molesta. Va directo a la habitación que da a la fuente.
Entra, cierra la puerta detrás de él, con mucha delicadeza. No quiere hacer ruido. Al fondo, el gran ventanal que lleva al balcón deja ver las estrellas. Hoy, la noche es especialmente oscura, tal vez una nube cubre la Luna. Se acerca, hace a un lado la cortina y ahí está, la ve. Su cabello ondulado, suelto; está sentada como siempre, en el columpio doble. Se mece muy levemente, sin que la punta de su pie deje el lugar donde está. Tararea algo que parece À Chloris. No está seguro.
- Hola. ¿Siempre espías a las chicas mientras contemplan las estrellas?. – Su voz es dulce, como si quisiera contrastar con la mansión en ruinas.
Él se acerca apenado. Masculla una disculpa y se sienta junto a ella que le ha hecho la invitación con la mirada. Por mucho que le encanta sentarse junto a ella, también lo odia. Así, sentado a su lado no tiene la oportunidad de contemplarla de lleno. No puede saciar su pupila. Y así pasa el rato. La ha encontrado, ha sido una noche con suerte. Poco a poco sabe más de ella. Que se llama Carolina. Que tiene una perrita blanca que parece estar perdida. Siempre que la encuentra ella le cuenta que su perrita se ha ido por ahí corriendo, sólo momentos antes. Él es muy cuidadoso con sus preguntas. No quiere romper nada dentro de ella.
Se puede escuchar a lo lejos, dentro de la mansión, los llantos, los gritos, los disparos. Siempre se vuelve un remolino de lamentos. Y pasará lo que a él le parece un tiempo tan corto siempre, antes de que suene la alarma del celular. O simplemente se despierte en medio de la noche y así, la abandone sin previo aviso. Y como siempre, se despertará extrañándola, sintiendo ese vacío oscuro que deja una ausencia.
Y como siempre, la siguiente noche tratará de provocarse una pesadilla, para encontrarla y estar con ella. Cada vez es más difícil provocarlas.
Durante el día, en el trabajo, ha dado vueltas en su cabeza esa duda que ya es una obsesión. ¿Ella está también teniendo una pesadilla?